miércoles, 28 de octubre de 2009

Unos de los temas estrella de los pintores de finales del siglo XIX fue el de la prostitución, o, como gustaban decir algunos, echando mano del eufemismo, el de la mujer caída, término, al parecer, acuñado en la Inglaterra Victoriana (the fallen woman). La razones que se pueden aducir para explicar tan profusa utilización del asunto son de índole muy variada pero aquí nos vamos a ocupar sólo de algunas. En primer lugar, hay que partir del hecho de que para los jóvenes, el recurso al amor venal constituía una especie de rito de paso que les permitía entrar en la edad adulta. Por otro lado, para los que permanecían célibes, significaba un expediente que daba salida a unos instintos reprimidos por la abstinencia que imponían las estrictas reglas morales del momento, en lo que concierne a las relaciones entre los sexos. También hay que considerar que el recurso a la prostituta constituía una salida para muchos esposos frustrados, en una época en que el amor y la afinidad espiritual no eran siempre las consideraciones en las que se basaba la institución del matrimonio. Por último -y por hipócrita que nos parezca- la pervivencia de las prostitutas era una lacra que, al dar salida a los instintos rijosos de la condición masculina, garantizaba la existencia de las "mujeres honestas". Dicho de otro modo, la prostitución era un componente esencial de la sociedad burguesa de la época.
También los pintores españoles se ocuparon del tema en composiciones cuyo tratamiento oscila entre la sordidez más extrema ( José Gutiérrez Solana, "Mujeres de la vida", 1917), el atisbo de conmiseración (Joaquín Sorolla, "Trata de blancas", 1894) y hasta cierta identificación sentimental con el personaje femenino objeto de estudio. Este último caso es el de Ramón Casas, cuya obra Madeleine se encuentra entre las interpretaciones más memorables del asunto. Ramón Casas fue un pintor catalán (1866-1932) que adquirió fama por sus delicados retratos de la élite social, intelectual, económica y política de Barcelona, Madrid y París. Y, por lo que nos atañe, sintió una especial predilección por los personajes femeninos. Hasta el punto de que, en 2007, se organizó en Barcelona una exposición monográfica dedicada al pintor con el título de "El encanto de la mujer".
El personaje femenino aquí representado no es otro que Madeleine de Boisguillaume, modelo tanto de Ramón Casas como de su íntimo amigo Santiago Rusiñol. Se encuentra en el interior del famoso Moulin de la Galette, cabaret de Montmartre, y lugar por donde pululaba lo más granado de la prostitución clandestina del París de la Belle Epoque. Sola, sentada ante un velador sobre el que hay una copa de absenta, sostiene un puro en su mano derecha, lo que para la mentalidad de la época era señal cierta de mujer de vida equívoca. Pero el cuadro sorprende por varios recursos que hace de él una obra excepcional. En primer lugar por su sabia construcción, en el que el rostro de la muchacha -principal objeto de interés de Ramón Casas-constituye el centro geométrico del cuadro. También por la prolongación ilusionista del espacio, a través del espejo que se encuentra detrás de la figura, recurso seguramente extraído de la pintura de Manet. Acaso, por el desasosiego que nos produce su postura, pues no sabemos si acaba de tomar asiento o hace amago de levantarse.También, por la mancha bermellón de la blusa, que tan exquisitos acordes establece con el carmín de los labios, el rojo de la absenta y la tapa del velador. Y, sobre todo, por la delicada tristeza y tenue melancolía de su mirada acuosa, una prueba, desde luego, del gusto de los modernistas por las decadencias, aunque fueran éstas las del espíritu, pero también, a mi modo de ver, una manifestación de solidaridad del pintor con esta mujer de vida airada, víctima de una sociedad hipócrita y sin alma. Prueba de ello son las palabras que el pintor Santiago Rusiñol -haciendo partícipe de las mismas a Ramón Casas- dedica a Madeleine y a las de su misma condición: "Su débil silueta hacía tal contraste con la rudeza de aquellos hombres; sus ojos pálidos, su clara cabellera, destacan de tal modo sobre aquel fondo negruzco, que nos pareció una débil siempreviva en un sepulcro, un lirio sobre un charco, y su presencia allí nos dejó tristes (...) Aquellas flores tan vivas eran hijas de la muerte (...) ¡Aquellas pobres reliquias iban a ser vendidas en el Moulin de la Galette, en el Elysée Montmartre y en otros sitios peores todavía! ¡Tenían que morir entre el bullicio, ellas que nacieron entre el supremo reposo!".

2 comentarios:

  1. A nuestra señorita de hoy le falta ese tinte de orgullosa dama de la calle que poseía Irma la dulce…quizás esté esperando a un Néstor que la cuide y la enamore. Tiene mirada de búsqueda, ojerosa y cansada, postura inquieta… quizás lleve toda la tarde esperando un cliente, sentada en ese pequeño velador para dos y conversando con algún Moustache. Quiero pensar que a pesar de todo, se siente contenta, es una de las más solicitadas y la más bonita. Su trabajo no siempre tenía que ser desagradable, gracias a nuestra Madeleine existían señoras como la del cuadro anterior, decentes y honestas.
    Quizás no estuviera enterada del papel tan importante que ostentaba en esa sociedad o en cualquier otra, quizás alguna tarde un marido que pagaba el lienzo de un bonito posado de su esposa saldaba en ella alguna deuda de un sueño frustrado, o realizaba el triple salto mortal de las reglas morales. En fin, para estas señoritas también sería una Bella Epoque. El color de su blusa es muy acertado, me gusta su elección de hoy, parece libre con su cigarro y su copa, no ocultaba su condición. El pintor quiere que gente ajena a su vida pasee tras el cristal sin reparar en ella. Yo no puedo irme sin regalarle algo que le entretenga la espera. Y recurro a la pluma en vez de al pincel.
    ¡Nunca insultéis a la mujer caída!
    Nadie sabe qué peso la agobió,
    ni cuántas luchas soportó en la vida,
    ¡hasta que al fin cayó! V.H.

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  2. Me sorprende la facilidad con que puedes montar una historia en torno a un cuadro. Yo no puedo, es decir, no debo, pero vosotros si podéis, es más, debéis. Son modos de dar alas a la imaginación y de hacerme reparar en cosas que nunca habría podido imaginar. Gracias, Paca.

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