jueves, 4 de febrero de 2010

FRANÇOIS BOUCHER. MARQUESA DE POMPADOUR, 1756

Por el momento, vamos permanecer en el siglo XVIII , para ocuparnos de una obra que, en cierto modo, nos revela que, aunque el ámbito propio y casi exclusivo de las mujeres era el doméstico, algunas de ellas, por su encumbrada posición social –hijas, hermanas, esposas o amantes de personajes de la realeza- llegaron a ejercer un peso decisivo en los asuntos públicos, aún en el caso de mujeres con origen en la alta burguesía. El ejemplo más preclaro fue el de la Duquesa-Marquesa de Pompadour y Marquesa de Menars (1721-1764), cuya inteligencia, amor por la cultura, y, sobre todo habilidades amatorias, debieron encandilar al rey Luis XV de Francia, cuya torpeza como gobernante sólo corría pareja con su dedicación a los placeres de la alcoba.
El pintor francés, dibujante y grabador François Boucher (1703-1770) -que primero estudió con su padre el grabador Nicolás Boucher y más tarde fue aprendiz del primer pintor del Rey, François Le Moyne-, tras estudiar en Italia, se llegó a convertir en director de la Real Academia de París, y, el mismo año en “pintor del Rey”. Se le considera como uno de los más cualificados representantes de la pintura erótica dentro de la escuela Rococó, y a él se debe este memorable retrato de la favorita del Rey, uno de los más exquisitos de la historia de la pintura.
Jeanne-Antoinette Poisson, que tal era su nombre de soltera, se casó en 1745 con Charles-Guillaume Le Normant d’Etioles, sobrino de un rico financiero que era su tutor y, probablemente, su padre biológico. Pero cinco años después, la joven se había convertido ya en la amante de Luis XV, impresionado por su belleza y valía intelectual, de modo que pronto obtuvo una elevado posición en la Corte, cuyo punto culminante lo constituyó su nombramiento como "dama de palacio", en 1756 . Precisamente para conmemorar esta ocasión Boucher realizó este retrato en el que sabe combinar de forma magistral las características del retrato oficial con los detalles intimistas del de carácter privado
El interior en el que se encuentra nuestra dama es de una suntuosidad fascinante, dedicado, sin duda, a subrayar su prestancia aristocrática. Desde el lujoso espejo del fondo -en el que se reflejan tanto un reloj que remata una pequeña biblioteca como la delicada nuca de la mantenida del Rey- hasta hasta los aparatosos cortinajes, el diván en que reposa, y, sobre todo, el asombroso vestido verde con decoración de rosas (símbolo del amor y de la voluptuosidad, no lo olvidemos). En primer plano, a la derecha, una mesita sobre la que reposa una palmatoria con vela, una carta abierta, y una barrita de lacre con su sello. De ella sale un cajón con un tintero en el que se inserta una pluma. Y a la izquierda, junto a un par de rosas caídas en el suelo, un perrito que vendría a simbolizar, una vez más, la fidelidad, virtud imprescindible en la condición femenina, por más que en este caso la alusión resulte un tanto embarazosa, habida cuenta del estado civil de la retratada. Pero acaso lo más significativo del cuadro resida en la abundancia de símbolos que aluden a las inquietudes culturales del personaje. Especialmente libros, desde el que reposa en el regazo de la Marquesa -que parece haber interrumpido momentáneamente la lectura- hasta los que se alinean en la pequeña biblioteca coronada por el reloj, pasando por los que se amontonan bajo la mesita. Y es que, en efecto, hay varios hechos que nos hablan de su deseo de intervenir en los asuntos públicos que nos dicen mucho sobre su afán de no resignarse a ser mero ornato como tantas otras favoritas de la época. Desde el punto de vista político apoyó a los magistrados contra el clero y no dudó en inclinarse del lado de los filósofos y de los jansenistas contra los jesuitas. Pero fue en la actividad cultural donde dejó una impronta más perdurable. Protegió el proyecto de la Enciclopedia de Diderot-d’Alembert, síntesis de los principales conocimientos de la época y símbolo de la Ilustración, mientras que en el campo de las artes desarrolló una labor de mecenazgo nada desdeñable. Aparte de proteger a Boucher dio trabajo a una enorme cantidad de artesanos mediante la fundación de la manufactura de porcelana de Sèvres. A ella se debe también la construcción del Pequeño Trianón en Versalles, que no pudo ver acabado porque murió antes de que se acabara, en 1768, y la supervisión de la Plaza de Luis XV (actual Plaza de la Concordia, al principio de los Campos Elíseos). El antiguo Hotel d’Evreux, actual Palacio del Elíseo, era de su propiedad. Y, en fin, como prueba de sus deseos de promoción personal habría que añadir que aprendió a grabar y a tocar la guitarra, circunstancia este última que queda reflejada en el bellísimo cuadro que de ella nos dejó Maurice Quentin de La Tour.


viernes, 1 de enero de 2010

MARIANNE LOIR. RETRATO DE LA MARQUESA DE CHÂTELET, 1745-1749


La retratista francesa Marianne Loir (1715-1769), fue miembro de una familia de artistas activa en París como orfebres desde el siglo XVII. Poco sabemos de ella, salvo que fue discípula de Jean-François de Troy y que, en 1762, fue elegida miembro de la Academia de Marsella, una institución que, a diferencia de la Académie Royale, admitía a aficionados de ambos sexos y no excluía a las mujeres de premios y exposiciones. En cualquier caso, los diez retratos que se le atribuyen ponen de manifiesto dos características indiscutibles de su actividad como pintora: su habilidad para captar las calidades táctiles de objetos y vestidos y su penetración para poner al descubierto los rasgos psicológicos de sus clientes.
El Retrato de Gabrielle-Émilie Le Tonnelier de Breteuil, Marquise du Chatelet,1706-1749), forma parte, según la historiadora del arte Whitney Chadwick, de una serie de retratos de salonniéres y otras mujeres intelectuales realizados por pintoras, al parecer evidencia de una tradición en la que las mujeres con frecuencia representan a las mujeres. La marquesa fue un personaje fascinante y singular que tuvo la fortuna de tener un padre muy preocupado por su educación, seguramente asombrado de la brillantez y precocidad de su inteligencia. A los 17 años leía a John Locke en su lengua. Casada muy joven, tuvo la suerte también de contar con un marido que no sólo supo valorar sus excepcionales dotes intelectuales sino que, hombre de mundo, tolerante y comprensivo, supo mirar para otro lado cuando su esposa se entregaba a frecuentes lances amorosos, algo nada excepcional en una época en que muchos matrimonios se basaban en consideraciones bastante ajenas a lo que hoy entendemos por amor, sea eso lo que fuere. Por lo demás, la época de Luis XV en Francia tampoco fue un dechado de virtudes domésticas. De modo que por su lecho pasaron personajes como el matemático Mezieres, el marqués de Guébriant, el mariscal Richelieu, y, sobre todo, el filósofo Voltaire quien, conocedor de su extraordinaria valía, la animó a dedicarse a la física y a las matemáticas, lo que le permitió codearse con intelectuales de la talla de Leibniz, Maupertuis o Buffon, abordando la traducción de los Principia Matemática de Newton. Hoy día se le considera como una de las primeras científicas digna de tal nombre, junto a Madame Lavoisier.
En el retrato que de ella realiza Marianne Loir se nos presenta vestida “a la inglesa”, esto es, de forma cómoda y un punto desenfadada, alejada de los formalismos típicos de las damas francesas de la época. Se sienta erguida en un sillón de brocado, con el codo izquierdo descansando en la mesa que se encuentra tras ella. Vuelta hacia la derecha, sonríe ligeramente al espectador con unos ojos cargados de inteligencia. Por lo demás, en el cuadro abundan los símbolos que aluden a su intensa vida intelectual. En primer lugar el libro abierto y las páginas sueltas de un manuscrito que aparecen sobre la mesa. Junto a ellos, un planetario de mesa, es decir, una representación del sistema solar. Y, al fondo, estanterías cubiertas de libros enormes. En suma objetos todos que aluden a la naturaleza de sus intereses. Con el clavel blanco que sostiene en su mano izquierda se quiere aludir a la pasión, muy apropiadamente en el lado del corazón. Y, en la mano derecha, tradicionalmente la mano de la razón, un compás para significar su condición de matemática.
Y basta por hoy. Para terminar desearía hacerlo con las hermosas palabras que Fernando Savater le dedicó en artículo impagable:
“Pero ante todo, por encima de todo, contra todo, se dedicó a la filosofía y no al prejuicio, a la ciencia y no a la superstición, a la pasión y no a la gazmoñería, al juego y no a la oración, a la felicidad y no al renunciamiento. No se entregó al confesor ni a la familia, sino a Voltaire. Y cuando años después comprobó que el enciclopedista, además de descuidarla por otras, ya flaqueaba a la hora sagrada del empuje erótico, se buscó un amante joven y vigoroso, incluso demasiado vigoroso quizás. Hizo bien, que caramba: chapeau!”

sábado, 19 de diciembre de 2009

SIR LAWRENCE ALMA TADEMA. TEPIDARIUM, 1881

Bueno, ya iba siendo hora de que nos ocupáramos del desnudo, género éste que alcanzó extraordinario desarrollo durante la segunda mitad del siglo XIX, de la mano de las diferentes corrientes del realismo pictórico. El ejemplo que hoy presentamos es obra del holandés establecido en Londres, Sir Lawrence Alma Tadema (1836-1912), quien, en plena época victoriana, alcanzó gran éxito con sus escenas de la vida cotidiana ambientadas en el mundo antiguo: Egipto, Grecia y Roma. Su título, Tepidarium, se refiere al cuarto de baño tibio de los romanos, calentado por un sistema de calefacción debajo del piso. La pintura nos muestra a una joven que sostiene en su mano izquierda un plumero de avestruz y en la derecha un estrigilo, instrumento compuesto de una espátula curva y mango de madera usado por griegos y romanos para limpiarse el cuerpo, tras haberlo embadurnado de aceites y ungüentos. Como en muchas otras de sus pinturas, Alma Tadema combina la exactitud arqueológica de los detalles con la agresiva modernidad de figuras y actitudes. Fue también, entre los pintores victorianos, el más talentoso en la representación fiel de texturas, superficies y colores. En la reproducción del mármol llegó a conseguir tal habilidad que se le llegó a llamar The Marbelous Painter (el pintor del mármol), juego de palabras que evocaba el adjetivo Marvellous (maravilloso), destreza de la que nuestra pintura da cumplida noticia. En cualquier caso, el realismo aplicado al desnudo hizo que esta obra protagonizara una anécdota curiosa, pues la compañía de jabones transparentes A&W Pears, propietaria de la obra hasta 1916, estuvo a punto de utilizarla como reclamo publicitario. El cuerpo femenino comenzaba a ser usado como gancho por la incipiente sociedad consumista.
La obra posee un alto contenido erótico, derivado, al menos en parte, de la mirada de un voyeur que se introduce de forma subrepticia en un ámbito exclusivamente femenino. La única figura de la pintura, una mujer desnuda acostada, se cubre sus genitales, mientras expone el resto de su cuerpo a la mirada del espectador, cuya atención se siente atraída por un plumero que parece estar a punto de caer de las manos de la mujer -tal es la lasitud de su cuerpo- dejando al descubierto su entera feminidad. Su cuerpo llena la pintura y el punto de vista bajo adoptado por el pintor nos la presenta como si reposase sobre un altar para ser adorada. Mira intensamente a su mano derecha en la que sostiene el estrigilo, herramienta útil para restregar el cuerpo, pero, al mismo tiempo imagen fálica inconfundible ya descubierta por los críticos coetáneos, pero de un sentido explícito para el público moderno, totalmente acostumbrado a las imágenes sexuales. La alfombra de piel añade suntuosidad y calidad táctil a la suave y luminosa atmósfera y a la sensual figura. La inclusión de estos dos objetos añade un indudable erotismo a la pintura de Tadema, erotismo que se deriva no solo del rubicundo cuerpo desnudo de la mujer sino también del voyeurístico acto de mirar en un ámbito privado al que no hemos sido invitados.

viernes, 20 de noviembre de 2009

En la Atenas de la época clásica, tan brillante por otros conceptos, la mujer fue siempre una menor de edad. Estaba excluida de la vida pública y confinada en el ámbito doméstico. Su educación era escasa, teniendo en cuenta lo limitado de sus funciones, de modo que sólo se les enseñaba a hilar, tejer, ser buena esposa, y, en las muchachas de buenas familias, algunas nociones de música y danza. En cualquier caso, al casarse cesaba su formación. Y, puesto que hablamos del matrimonio, conviene saber que éste era el resultado de un pacto entre el padre y el futuro marido, en el que opinión de ella no contaba. Es decir, que el matrimonio para la mujer significaba pasar de estar sometida a la autoridad del padre a la del marido. Y ya dentro del espacio doméstico -en el que tenía que ocuparse del marido, los hijos, las tareas domésticas y la vigilancia de la servidumbre- quedaba confinada en el gineceo, lugar recóndito lejos de la calle y de las zonas comunes, de modo que no pudiera ser vistas por hombres, salvo que se tratara de familiares muy directos. Y este requisito se cumplía tan estrictamente, que toda mujer que se respetara no debía concurrir a lugares donde hubiera varones, de ahí que la política fuera el ámbito propio y exclusivo de éstos, en tanto que el oikos, el hogar, lo era el de la mujer. Dicho en otros términos: las ciudadanas atenienses podían ser madres de ciudadanos con todos los derechos políticos, pero ellas carecían de los mismos. Así pues, se daban todas las condiciones para que las mujeres atenienses no dejaran de ser sombras sumisas, esquivas y fantasmales. Y así habría sido de no ser por la cerámica, uno de cuyos ejemplos es el objeto de nuestro comentario. Los vasos griegos se decoran con una temática muy variada, pero a nosotros nos interesan sobre todo las escenas de la vida cotidiana, pues es en ellas donde la presencia de las mujeres se nos hace mucho más visible. En este caso, se trata de una hidria, vasija grande destinada a contener agua, con tres asas, una vertical y dos horizontales ,que permitían sujetarlas cuando se llevaban sobre la cabeza. Su superficie aparece decorada con figuras negras bien delineadas sobre fondo rojo, en una escena de aprovisionamiento de agua de alguna de las fuentes que debieron construirse en la ciudad a finales del siglo VI a. C. En ella las mujeres se nos presentan ataviadas con elegantes peploi o túnicas típicas de la época, en una gestualidad de las manos que habría que relacionar con la animada charla que mantienen, formando un exquisito friso en el que podemos contemplar los distintos momentos de una misma ocupación, desde la muchacha que espera a que la vasija se llene, hasta las que se encaminan de vuelta al hogar con el recipiente sobre la cabeza, pasando por aquellas otras que, con la hidria en posición horizontal, se dirigen a la fuente . En fin, una tarea ancestral que, hasta hace muy poco tiempo, han venido realizando las mujeres del mundo mediterráneo. Y, aunque se trata de una ocupación típicamente femenina, algunos piensan que las mujeres que aparecen en la escena debían ser esclavas, puesto que una señora que se preciara no realizaba actividades que posibilitaran el intercambio social, la charla e incluso las ocasiones de flirteo. Pero la teoría no resulta demasiado convincente, dado que no todas las mujeres de Atenas disponían de servidumbre que les relevara de tan penosa tarea. En cambio, sí parecen estar en los cierto los que piensan que la fuente podría ser el equivalente para las mujeres de lo que el ágora o plaza pública era para los hombres. Pero hay algo indiscutible: la altísima calidad artística de estos vasos, cuyo intercambio fue objeto de comercio a lo largo de toda la cuenca del Mediterraneo.