sábado, 19 de diciembre de 2009

SIR LAWRENCE ALMA TADEMA. TEPIDARIUM, 1881

Bueno, ya iba siendo hora de que nos ocupáramos del desnudo, género éste que alcanzó extraordinario desarrollo durante la segunda mitad del siglo XIX, de la mano de las diferentes corrientes del realismo pictórico. El ejemplo que hoy presentamos es obra del holandés establecido en Londres, Sir Lawrence Alma Tadema (1836-1912), quien, en plena época victoriana, alcanzó gran éxito con sus escenas de la vida cotidiana ambientadas en el mundo antiguo: Egipto, Grecia y Roma. Su título, Tepidarium, se refiere al cuarto de baño tibio de los romanos, calentado por un sistema de calefacción debajo del piso. La pintura nos muestra a una joven que sostiene en su mano izquierda un plumero de avestruz y en la derecha un estrigilo, instrumento compuesto de una espátula curva y mango de madera usado por griegos y romanos para limpiarse el cuerpo, tras haberlo embadurnado de aceites y ungüentos. Como en muchas otras de sus pinturas, Alma Tadema combina la exactitud arqueológica de los detalles con la agresiva modernidad de figuras y actitudes. Fue también, entre los pintores victorianos, el más talentoso en la representación fiel de texturas, superficies y colores. En la reproducción del mármol llegó a conseguir tal habilidad que se le llegó a llamar The Marbelous Painter (el pintor del mármol), juego de palabras que evocaba el adjetivo Marvellous (maravilloso), destreza de la que nuestra pintura da cumplida noticia. En cualquier caso, el realismo aplicado al desnudo hizo que esta obra protagonizara una anécdota curiosa, pues la compañía de jabones transparentes A&W Pears, propietaria de la obra hasta 1916, estuvo a punto de utilizarla como reclamo publicitario. El cuerpo femenino comenzaba a ser usado como gancho por la incipiente sociedad consumista.
La obra posee un alto contenido erótico, derivado, al menos en parte, de la mirada de un voyeur que se introduce de forma subrepticia en un ámbito exclusivamente femenino. La única figura de la pintura, una mujer desnuda acostada, se cubre sus genitales, mientras expone el resto de su cuerpo a la mirada del espectador, cuya atención se siente atraída por un plumero que parece estar a punto de caer de las manos de la mujer -tal es la lasitud de su cuerpo- dejando al descubierto su entera feminidad. Su cuerpo llena la pintura y el punto de vista bajo adoptado por el pintor nos la presenta como si reposase sobre un altar para ser adorada. Mira intensamente a su mano derecha en la que sostiene el estrigilo, herramienta útil para restregar el cuerpo, pero, al mismo tiempo imagen fálica inconfundible ya descubierta por los críticos coetáneos, pero de un sentido explícito para el público moderno, totalmente acostumbrado a las imágenes sexuales. La alfombra de piel añade suntuosidad y calidad táctil a la suave y luminosa atmósfera y a la sensual figura. La inclusión de estos dos objetos añade un indudable erotismo a la pintura de Tadema, erotismo que se deriva no solo del rubicundo cuerpo desnudo de la mujer sino también del voyeurístico acto de mirar en un ámbito privado al que no hemos sido invitados.

viernes, 20 de noviembre de 2009

En la Atenas de la época clásica, tan brillante por otros conceptos, la mujer fue siempre una menor de edad. Estaba excluida de la vida pública y confinada en el ámbito doméstico. Su educación era escasa, teniendo en cuenta lo limitado de sus funciones, de modo que sólo se les enseñaba a hilar, tejer, ser buena esposa, y, en las muchachas de buenas familias, algunas nociones de música y danza. En cualquier caso, al casarse cesaba su formación. Y, puesto que hablamos del matrimonio, conviene saber que éste era el resultado de un pacto entre el padre y el futuro marido, en el que opinión de ella no contaba. Es decir, que el matrimonio para la mujer significaba pasar de estar sometida a la autoridad del padre a la del marido. Y ya dentro del espacio doméstico -en el que tenía que ocuparse del marido, los hijos, las tareas domésticas y la vigilancia de la servidumbre- quedaba confinada en el gineceo, lugar recóndito lejos de la calle y de las zonas comunes, de modo que no pudiera ser vistas por hombres, salvo que se tratara de familiares muy directos. Y este requisito se cumplía tan estrictamente, que toda mujer que se respetara no debía concurrir a lugares donde hubiera varones, de ahí que la política fuera el ámbito propio y exclusivo de éstos, en tanto que el oikos, el hogar, lo era el de la mujer. Dicho en otros términos: las ciudadanas atenienses podían ser madres de ciudadanos con todos los derechos políticos, pero ellas carecían de los mismos. Así pues, se daban todas las condiciones para que las mujeres atenienses no dejaran de ser sombras sumisas, esquivas y fantasmales. Y así habría sido de no ser por la cerámica, uno de cuyos ejemplos es el objeto de nuestro comentario. Los vasos griegos se decoran con una temática muy variada, pero a nosotros nos interesan sobre todo las escenas de la vida cotidiana, pues es en ellas donde la presencia de las mujeres se nos hace mucho más visible. En este caso, se trata de una hidria, vasija grande destinada a contener agua, con tres asas, una vertical y dos horizontales ,que permitían sujetarlas cuando se llevaban sobre la cabeza. Su superficie aparece decorada con figuras negras bien delineadas sobre fondo rojo, en una escena de aprovisionamiento de agua de alguna de las fuentes que debieron construirse en la ciudad a finales del siglo VI a. C. En ella las mujeres se nos presentan ataviadas con elegantes peploi o túnicas típicas de la época, en una gestualidad de las manos que habría que relacionar con la animada charla que mantienen, formando un exquisito friso en el que podemos contemplar los distintos momentos de una misma ocupación, desde la muchacha que espera a que la vasija se llene, hasta las que se encaminan de vuelta al hogar con el recipiente sobre la cabeza, pasando por aquellas otras que, con la hidria en posición horizontal, se dirigen a la fuente . En fin, una tarea ancestral que, hasta hace muy poco tiempo, han venido realizando las mujeres del mundo mediterráneo. Y, aunque se trata de una ocupación típicamente femenina, algunos piensan que las mujeres que aparecen en la escena debían ser esclavas, puesto que una señora que se preciara no realizaba actividades que posibilitaran el intercambio social, la charla e incluso las ocasiones de flirteo. Pero la teoría no resulta demasiado convincente, dado que no todas las mujeres de Atenas disponían de servidumbre que les relevara de tan penosa tarea. En cambio, sí parecen estar en los cierto los que piensan que la fuente podría ser el equivalente para las mujeres de lo que el ágora o plaza pública era para los hombres. Pero hay algo indiscutible: la altísima calidad artística de estos vasos, cuyo intercambio fue objeto de comercio a lo largo de toda la cuenca del Mediterraneo.

viernes, 13 de noviembre de 2009

LA DIOSA DE LAS SERPIENTES, HACIA 1600 A. C.

Esta figurilla de 34.3 cm. fue descubierta en 1903 por el arqueólogo británico Sir Arthur Evans, en el palacio de Knossos, en la isla de Creta. Desde entonces, viene siendo reproducida en todos los libros de Historia del Arte, convertida en objeto central en nuestro conocimiento de la cultura Minoica (o cretense). Está realizada en fayenza o loza pintada, y se presenta con un curioso vestido acampanado -parecido a nuestro traje de faralaes-, con un pequeño delantal sobrepuesto, cintura de avispa y pechos al aire. En cada mano sostiene una serpiente, y sobre la cabeza, lleva un gorro sobre el que se asienta un felino, tal vez un león. La obra está dotada de un gran estatismo y, probablemente, por influencia oriental, aparece con los ojos muy abiertos, quizás porque con la fiereza de la mirada se quiera expresar su gran poderío. A ello aludiría también el hipotético león.Mucho se ha especulado sobre el significado de estas estatuillas, pero hoy por hoy, su función continúa siendo incierta. La mayoría de los expertos piensa que se trata de la representación de una Gran Diosa Madre, de una divinidad femenina primigenia relacionada con algún culto de la fertilidad, lo que vendría a explicar la manifiesta exposición de sus senos. Del mismo modo, las serpientes que sostienen en sus manos, también suelen asociarse con este tipo de cultos, puesto que estos reptiles se vinculan con la eterna renovación de la vida, dada su capacidad de cambiar de piel periódicamente. En este sentido, muchos estudiosos consideran que estas deidades podrían constituir una derivación de las primitivas diosas madres neolíticas y, a su vez, los precedentes de las diosas griegas Deméter y Perséfone. En cualquier caso, disponemos de abundantes evidencias arqueológicas que nos indican que las mujeres ocupaban una posición dominante, o, en todo caso, muy importante, en la sociedad cretense. Ello nos lo prueba el papel fundamental jugado por las sacerdotisas en las ceremonias religiosas y la abundante presencia de mujeres en contextos rituales. Ello explicaría la escasez o, según algunos investigadores, incluso ausencia, de imágenes de culto masculinas. Por otro lado, los símbolos fálicos, tan abundantes en otras religiones, están totalmente ausentes en el arte minoico. Estaríamos,pues, ante una civilización de tipo matriarcal que explicaría no sólo la gracia y elegancia de las damas -con sus hermosas faldas de volantes y generosos escotes- sino, lo que es más importante, el carácter pacífico de su cultura, como prueban la ausencia de ciudades amuralladas, las escasas pruebas de la existencia de armas y, como consecuencia de ello ,la falta de escenas de batallas en su arte. El tono amable, pacífico, hedonista, de bienestar generalizado que se desprende del arte cretense ha hecho que algunas feministas contemporáneas y otros adoradores de la Diosa hayan convertido estas figuritas en representaciones del poder psíquico y espiritual de las mujeres.

martes, 3 de noviembre de 2009

CHRISTIAN SCHAD.SONIA, 1928

Tras la Gran Guerra (1914-1918), los que defendían la modernidad, comenzaron a darse cuenta de que estaban obligados a reparar en los deseos y símbolos de libertad e individualidad de las mujeres. Éstas empezaron a fumar en público y a frecuentar solas bares y otros lugares de diversión. Se generalizó el empleo del maquillaje facial y de lápices de labios; las faldas se acortaron hasta las rodillas; la ropa interior se simplificó y estilizó; los trajes de baño se redujeron de forma notable; en suma, el cuerpo pasó a ser objeto de atención especial para mantenerlo bello y esbelto. Médicos, higienistas, sexólogos y divulgadores científicos -también pornógrafos- descubrieron la sexualidad femenina. Ésto significaba que el erotismo activo de las mujeres, las relaciones pre y extramatrimoniales, y el logro del orgasmo en la práctica sexual conocieron una curva ascendente, porque se pensaba que tal expresión era una fuente de vida y que el deseo sexual femenino existía para ser explorado y satisfecho.
En Inglaterra, la joven liberada se encarnaba en la flapper o chica a la moda, asidua a los bailes y entusiasta de las faldas cortas. Y en Francia la garçconne o mujer libre -pero en, otra acepción "virago"o "marimacho"-, que destacaba sobre todo por su cabello corto y por la simplificación de la vestimenta . Ella venía a ser la suprema encarnación de la mujer moderna y liberada que deseaba conquistar su independencia económica, llevar la libertad sexual y moral hasta el extremo de la bisexualidad, antes de fundar con su "compañero" una unión estable y duradera. Así pues, la conciencia de su individualidad -"sólo me pertenezco a mí misma"- se encarnaba en un atributo físico simbólico: el pelo corto.
Estos deseos de vivir fueron particularmente intensos en la Alemania de la República de Weimar (1919-1933), donde, pese a la crisis económica, el paro y la inflación, se dio una época de una extraordinaria libertad creativa y de una desaforada búsqueda del placer, como si el país quisiera resarcirse de los sufrimientos padecidos durante la contienda, lo que vino a plasmarse en una extraordinaria libertad y fluidez en las relaciones entre los sexos. En ese ambiente surge un movimiento artístico conocido como la "Nueva Objetividad", al que pertenece Christian Schad (1894-1982), el autor de nuestra obra de hoy. Sus retratos, sobre todo, son obras de una factura brillante, en la que los personajes, contemplados con mirada sobria y sin pasión, se representan como objetos revestidos con una frialdad y un distanciamiento que sobrecogen.
Pero la verdad es que no sabemos mucho sobre el personaje retratado, Sonia, excepto que ,probablemente, se trataba de una secretaria que fumaba Camels (en boquilla, el colmo de la elegancia para la época), y se sentaba en una café a la moda, sin acompañante, lo que en otro momento hubiera sido considerado un atrevimiento impensable, o, más probablemente, señal indudable de mujer de vida equívoca. Por lo demás, los signos de la modernidad son evidentes aparte de los ya mencionados: abundante maquillaje y cierta aspecto andrógino subrayado no sólo por un rostro demasiado anguloso y la ausencia de pecho, sino también por el inevitable peinado a lo garçonne. Y aunque el aire de frialdad decadente del cuadro parece indudable, algunos comentaristas parecen ir demasiado lejos cuando afirman que se trata de un icono de la degeneración moral de la Alemania de posguerra.

miércoles, 28 de octubre de 2009

RAMÓN CASAS. MADELEINE, 1892

RAMÓN CASAS. MADELEINE (DETALLE)

Unos de los temas estrella de los pintores de finales del siglo XIX fue el de la prostitución, o, como gustaban decir algunos, echando mano del eufemismo, el de la mujer caída, término, al parecer, acuñado en la Inglaterra Victoriana (the fallen woman). La razones que se pueden aducir para explicar tan profusa utilización del asunto son de índole muy variada pero aquí nos vamos a ocupar sólo de algunas. En primer lugar, hay que partir del hecho de que para los jóvenes, el recurso al amor venal constituía una especie de rito de paso que les permitía entrar en la edad adulta. Por otro lado, para los que permanecían célibes, significaba un expediente que daba salida a unos instintos reprimidos por la abstinencia que imponían las estrictas reglas morales del momento, en lo que concierne a las relaciones entre los sexos. También hay que considerar que el recurso a la prostituta constituía una salida para muchos esposos frustrados, en una época en que el amor y la afinidad espiritual no eran siempre las consideraciones en las que se basaba la institución del matrimonio. Por último -y por hipócrita que nos parezca- la pervivencia de las prostitutas era una lacra que, al dar salida a los instintos rijosos de la condición masculina, garantizaba la existencia de las "mujeres honestas". Dicho de otro modo, la prostitución era un componente esencial de la sociedad burguesa de la época.
También los pintores españoles se ocuparon del tema en composiciones cuyo tratamiento oscila entre la sordidez más extrema ( José Gutiérrez Solana, "Mujeres de la vida", 1917), el atisbo de conmiseración (Joaquín Sorolla, "Trata de blancas", 1894) y hasta cierta identificación sentimental con el personaje femenino objeto de estudio. Este último caso es el de Ramón Casas, cuya obra Madeleine se encuentra entre las interpretaciones más memorables del asunto. Ramón Casas fue un pintor catalán (1866-1932) que adquirió fama por sus delicados retratos de la élite social, intelectual, económica y política de Barcelona, Madrid y París. Y, por lo que nos atañe, sintió una especial predilección por los personajes femeninos. Hasta el punto de que, en 2007, se organizó en Barcelona una exposición monográfica dedicada al pintor con el título de "El encanto de la mujer".
El personaje femenino aquí representado no es otro que Madeleine de Boisguillaume, modelo tanto de Ramón Casas como de su íntimo amigo Santiago Rusiñol. Se encuentra en el interior del famoso Moulin de la Galette, cabaret de Montmartre, y lugar por donde pululaba lo más granado de la prostitución clandestina del París de la Belle Epoque. Sola, sentada ante un velador sobre el que hay una copa de absenta, sostiene un puro en su mano derecha, lo que para la mentalidad de la época era señal cierta de mujer de vida equívoca. Pero el cuadro sorprende por varios recursos que hace de él una obra excepcional. En primer lugar por su sabia construcción, en el que el rostro de la muchacha -principal objeto de interés de Ramón Casas-constituye el centro geométrico del cuadro. También por la prolongación ilusionista del espacio, a través del espejo que se encuentra detrás de la figura, recurso seguramente extraído de la pintura de Manet. Acaso, por el desasosiego que nos produce su postura, pues no sabemos si acaba de tomar asiento o hace amago de levantarse.También, por la mancha bermellón de la blusa, que tan exquisitos acordes establece con el carmín de los labios, el rojo de la absenta y la tapa del velador. Y, sobre todo, por la delicada tristeza y tenue melancolía de su mirada acuosa, una prueba, desde luego, del gusto de los modernistas por las decadencias, aunque fueran éstas las del espíritu, pero también, a mi modo de ver, una manifestación de solidaridad del pintor con esta mujer de vida airada, víctima de una sociedad hipócrita y sin alma. Prueba de ello son las palabras que el pintor Santiago Rusiñol -haciendo partícipe de las mismas a Ramón Casas- dedica a Madeleine y a las de su misma condición: "Su débil silueta hacía tal contraste con la rudeza de aquellos hombres; sus ojos pálidos, su clara cabellera, destacan de tal modo sobre aquel fondo negruzco, que nos pareció una débil siempreviva en un sepulcro, un lirio sobre un charco, y su presencia allí nos dejó tristes (...) Aquellas flores tan vivas eran hijas de la muerte (...) ¡Aquellas pobres reliquias iban a ser vendidas en el Moulin de la Galette, en el Elysée Montmartre y en otros sitios peores todavía! ¡Tenían que morir entre el bullicio, ellas que nacieron entre el supremo reposo!".

miércoles, 21 de octubre de 2009

JOHN SINGER SARGENT. RETRATO DE LADY AGNEW DE LOCHNAW



John Singer Sargent fue, sin duda, el retratista de más éxito en su época. Nacido en Florencia en 1856, de padres americanos, pasó gran parte de su vida en Europa, estudiando en Italia, Alemania y París, de modo que su fama y fortuna se basaron en el enorme prestigio que adquirió entre las clases pudientes de Europa y América. Sus retratos de la aristocracia de la sangre y del dinero, habría que incluirlos dentro de la tipología denominada "elegantes", llamados así porque con ellos se pretendía mostrar un cierto refinamiento individual, buen gusto y contención, cualidades que la burguesía de la época no duda en tomar de la aristocracia, a la que viene emulando desde hace tiempo, porque en realidad es ésta la que está imponiendo unas pautas de moda y usos de etiqueta que la burguesía hace suyos, en un proceso de fusión que, aunque se inicia a mediados de siglo, mediante alianzas matrimoniales, encuentra su culminación a finales de la centuria. En estos retratos, vestimenta y pose constituyen dos elementos característicos.
La bella mujer que en este caso ocupa a Singer Sargent es Gertrude Vernon, casada en 1889 con Lord Noel Agnew de Lochnaw que, dos años después de su matrimonio, obtuvo el título de barón. Este nombramiento pudo ser el motivo de que la obra se exhibiese por primera vez en la Royal Academy de Londres, en 1893.
La dama, consciente de su belleza, se sienta –en una postura desenfadada- en un sillón rococó, recortándose ambos elementos ante una tela de color azul con elementos florales. Su atractiva mirada, cargada de aplomo y confianza en sí misma, se dirige hacia el espectador, estableciendo cierta complicidad con quien observa el retrato. El pintor se interesa también por las calidades de las telas, sirviéndose para ello de una pincelada clara y empastada, y de un cromatismo de una sutileza realmente exquisita, perceptible, por ejemplo en los delicados matices de los blancos, rosas, turquesas y malvas. Todo ello, nos retrotrae a los impresionistas, en tanto que la preocupación por la elegancia nos evoca los mejores retratos ingleses de Reynolds, Gainsborough y, sobre todo, Van Dyck. Ya Rodin profetizó que Singer Sargent seria considerado como el Van Dyck de su tiempo.
El traje de fiesta o de noche es el elegido para un amplio número de retratos. Los salones de baile de los nuevos palacios son los salones del trono de estas reinas de la vida de corte, y es normal que muchas de ellas se retraten con muy cuidados trajes de fiesta o un no menos distinguido vestuario de calle. Estas vestimentas son a un tiempo signo de poder y distinción. Hecho que ya fue observado por el sociólogo Thorstein Veblen en 1899, cuando publicó su "Teoría de la clase ociosa", en la que venía a decirnos que en las sociedades industriales modernas los vestidos elegantes sirven a su finalidad de elegancia no sólo por ser caros, sino también porque constituyen los símbolos del ocio. No sólo muestran que el usuario es capaz de consumir un valor relativamente grande, sino que indican a la vez que consume sin producir. Dicho de otro modo, y para el caso que nos ocupa, el vestido nos indica que la que lo usa se abstiene de toda tarea productiva. El tacón Luis XV, la falda y el corsé, incapacitan a la mujer para todo trabajo productivo Eso sin contar con el valor de representación que tal indumentaria comporta, que no sólo habla de la elegancia y el buen gusto de quien la lleva sino, muy especialmente, del poder adquisitivo de quien la mantiene, en este caso su esposo. Este hecho adquiere toda su relevancia si nos detenemos a pensar que, en una sociedad patriarcal como la del siglo XIX, la esposa no dejaba de ser una propiedad más del marido.

Reproducción del colgante de Lady Agnew de Lochnaw

lunes, 19 de octubre de 2009

BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO. MUJERES A LA VENTANA


El cuadro que hoy comentamos pertenece a Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682), pintor sevillano cuya apreciación actual se mantiene alta, pese a haber pasado por momentos de baja estima. El cuadro es de 1670 y se conoce con el título de Mujeres a la ventana, mostrándonos a dos de ellas que parecen dirigirse al espectador con rostros sonrientes. La más joven apoya sus brazos en el alféizar de la ventana, expresando en su rostro una sonrisa cargada de malicia y dotada de cierta retranca. La mayor, intenta ocultar su expresión divertida llevándose la toca a los labios, por más que el destello de sus ojos muestre de forma evidente que comparte el jolgorio de su más joven acompañante.

Hoy por hoy, el motivo de la risa se nos muestra imposible de dilucidar, por más que se hayan aventurado algunas teorías. Algunos, apoyándose en el título antiguo de la obra, “Las gallegas”, aducen que nos encontramos ante dos mujeres del noroeste de España –región muy pobre y deprimida- que alcanzaron cierta notoriedad en Sevilla como prostitutas, de modo que, de estas dos mujeres, la de mayor edad, sería la alcahueta. De ello se deduce que la más joven de ellas podría estar llamando la atención de un hipotético cliente. La generosidad de su escote y sus adornos florales, avalarían esta teoría. El único inconveniente para aceptarla plenamente es que la supuesta alcahueta carece de la fisonomía siniestra y patibularia que muestra el prototipo desde su aparición a finales del siglo XV.

Cuestión importante sería averiguar a qué clientela iba dirigida la pintura. En Murillo es importante la denominada pintura de género, esto es, aquella que presenta escenas de costumbres o de la vida cotidiana, muy demandada por la colonia de flamencos y holandeses que, por aquella época, era muy abundante en Sevilla, “puerto y puerta” del tráfico mercantil con América. De modo que no sería de extrañar que el cuadro que comentamos estuviese dirigido a este tipo de clientela, acostumbrada en su país de origen a un tipo de pintura de género en la que se describía el mundo de la alcahuetería y la prostitución, si bien es preciso decir que de forma más abierta y explícita que de la que se sirve aquí Murillo, en el supuesto de que nuestro pintor esté tratando el mismo tema.

Lo que parece estar claro es que en el siglo XVII no estaba bien visto que las mujeres honradas se asomasen con descaro a las ventanas, porque, para mirar lo que ocurría en la calle, sin ser vistas, estaban las cortinas y celosías. De ahí que el refranero del Siglo de Oro se encuentre plagado de expresiones que aluden a la dudosa moralidad de las mujeres que emplean su ocio asomadas a la ventana. Algunos ejemplos pueden ilustrarlo: “Moza que se asoma a la ventana cada rato, quiérese vender barato”, “Moza ventanera, o puta o pedera”, “Joven ventanera, mala mujer casadera”, “Joven ventanera, mala mujer casera”, “Mujer ventanera, busque a otro que la quiera”. Pero, sin duda, es el poeta Sebastián de Horozco (1510-1580) el que nos deja la más cumplida expresión, cargada de misoginia -basada en la supuesta liviandad de las mujeres- en la siguiente composición que no nos atrevemos a llamar poema:


Moza ventanera / puta y parlera

Hay otra señal muy cierta
de ser liviana la moza
estar puesta y descubierta
en la ventana o la puerta
y que con todos retoza.
Y lo que de ello se espera
es lo que dice el refrán
que la moza ventanera
ha de ser puta y parlera
con cuantos vienen y van.


Otros historiadores, en cambio, sostienen que estamos ante una simple escena de coqueteo y que Murillo sólo pretendió realizar un elogio de la gracia y feminidad de las mujeres de Sevilla. Teoría más edulcorada pero, a mi modesto entender, menos probable. En cualquier caso, la polémica pone de manifiesto los problemas de interpretación que a veces plantean las obras de arte. El enigma, pues, continúa.

lunes, 29 de junio de 2009

DOMENICO GHIRLANDAIO. RETRATO DE GIOVANNA TORNABUONI, 1488.

No lo puedo evitar, pero este cuadro constituye otra de mis debilidades . Y tengo para mí que somos legión. Pertenece al florentino Domenico Ghirlandaio (1449-1494), y representa el retrato de Giovanna Tornabuoni. Se encuentra en la colección Thyssen-Bornemisza de Madrid, y su sola contemplación justifica la visita a este espléndido Museo. Esta mujer -Giovanna degli Albizzi- casó con Lorenzo Tornabuoni -cuya "L" inicial del nombre aparece en su hombro- y murió a los dos años de su matrimnio, durante un parto. Su identidad se ha logrado establecer a través de la joya que le cuelga del cuello, en la que ostenta una inscripción con su nombre.Hoy se considera que se trata de un retrato póstumo. Desde luego su origen debió ser noble, a juzgar por las joyas y el bellísimo tocado con que se nos muestra. Y los objetos que la rodean están cargados de simbolismo: el Libro de Horas (o de oraciones) que aparece a la derecha, aún abierto por el uso, y un rosario (sarta de bolas de coral) , son objetos que aluden a su carácter devoto. El broche situado en la alacena, semejante al que lleva en el pecho se refieren a sus obligaciones sociales y de prestancia física como esposa de un Tornabuoni. El texto latino que aparece sobre el Libro de horas es un epigrama del poeta latino Marcial, que dice lo siguiente: "Si el artista hubiera podido retratar (aquí) el carácter y las prendas morales, no habría pintura más bella en la tierra". La nobleza del perfil, la elegancia del cuello y la minuciosidad y riqueza del brocado convierten a este retrato es una del la joyas del Renacimiento. Por cierto, el retrato de perfil es muy frecuente en esta época en personajes de cierta relevancia social y su origen se encuentran en las antiguas monedas y medallas romanas que el afán arqueológico de la época se dedicaba a coleccionar. De ahí que se les conozca también con el nombre de "retratos numismáticos". Y, para terminar por hoy, es preciso que sepáis que volvemos a encontrar a nuestra bella dama en una escena de la Visitación de la Capilla Tornabuoni de la Iglesia de Santa María Novella, de Florencia.

miércoles, 24 de junio de 2009

LILITH, REINA DE LA NOCHE.

Esta placa de terracota, encontrada en el sur del actual Irak, fue adquirida por el Museo Británico en 2003, y se le denomina Relieve Burney, por el nombre de su propietario en los años 30. Se fecha en torno a 1800-1750 a. C., esto es, de época paleobabilónica. Se trata de un alto relieve de una mujer desnuda de cuerpo escultural que, se supone, estuvo pintado de rojo. Lleva un tocado de cuernos, característico de las deidades mesopotámicas y en sus manos sostiene las varillas y anillos de la justicia, símbolos de su divinidad. Sus alas multicolores cuelgan hacia atrás, indicando que se trata de una diosa infernal. Sus pies terminan en garras de ave de presa, similares a los de los buhos o lechuzas que la flanquean. El fondo estuvo originalmente pintado de negro, para sugerir que estaba asociada con la noche. Se levanta sobre el lomo de dos leones.
Sobre su identidad se sigue especulando. Algunos piensan que podría tratarse de la diosa Isthar, divinidad del amor sexual y de la guerra, o la hermana y rival de Isthar, Ereshkigal que gobernaba sobre el Infierno, o la diablesa Lilitu, conocida en la Biblia como Lilith. Esta última teoría se ha hecho muy popular dentro del movimiento feminista y sus manifestaciones académicas. Y es fácil entender por qué. Según una interpretación rabínica de la Biblia, la primera mujer no fue Eva sino Lilith, creada a imagen suya y al mismo tiempo que Adán, y más tarde terminaría abandonando a su marido y el jardín del Edén. Erika Bornay, estudiosa del tema, nos dice que Lilith es una princesa de los sucubos (demonios que mantienen relaciones sexuales con varones bajo la apariencia de mujeres), una devoradora de hombres a los que atacaba cuando estaban dormidos y solos. Y un espíritu maligno que atacaba a las parturientas y a los recién nacidos. Como se consideraba igual a Adán siempre estaban polemizando con él, sobre todo en lo que se refiere a la forma de la unión carnal: Lilith debía considerar ofensiva la llamada "postura del misionero" porque dirigiéndose a su marido, argumentaba: ¿"Por qué he de acostarme debajo de ti?. Yo también fui hecha con polvo, y por consiguiente soy tu igual.". Como Adán quisiera obligarla, terminó por abandonarlo. De modo que Lilith se nos presenta como una rebelde e insubordinada que no obedece ni a su marido ni al propio Dios. Así, pues, Lilith es una mujer "mala", en oposición a la "buena" que se asocia con la maternidad y la pureza (Bornay). Con el tiempo, terminará por convertirse en una de las versiones de la femme fatale y, como es fácil suponer, muy representada en las versiones misóginas de la mujer de finales del siglo XIX, de las que, como ocurrió con Pandora, adjuntamos dos.

miércoles, 10 de junio de 2009

PANDORA. VASO GRIEGO DE FIGURAS ROJAS.

La misoginia, es decir, la aversión o el odio a las mujeres tiene orígenes muy remotos. Basta leer la Biblia, desde el mismo libro del Génesis, para darse cuenta de que el huevo de la serpiente fue incubado en fecha muy temprana. En efecto, la perdición de la Humanidad tiene su origen en la debilidad y perversidad del sexo femenino, que se dejó tentar por el Diablo. Ese mismo rechazo es el que más tarde trasmitirán San Pablo y los Padres de la Iglesia, entre ellos los inefables Tertuliano y San Jerónimo. Sin embargo, esa repugnancia no es privativa de la religión hebrea sino más bien propia de todas las culturas patriarcales, entre ellas, la griega. La obra que hoy traemos a examen es un fragmento de vasija de hacia el siglo V a. C., en el que se muestra el mito de Pandora, un personaje que en la mitología griega representa un papel paralelo al de Eva en el Génesis. Fue un regalo de Zeus a los mortales, adornado de todas las bellezas físicas, pero también dotada de palabras seductoras, capaz de las mayores mentiras y de un carácter voluble. Y, por supuesto, de una curiosidad insaciable, que fue la que le llevó a abrir la vasija que contenía todos los males que, desde aquel instante comenzaron a azotar a la Humanidad. Sólo quedó dentro de la vasija o caja, la Esperanza. En nuestra pintura aparece abriendo (0 cerrando la caja para que no escape la Esperanza), bellamente engalanada, pues no hay que olvidar que Hefesto la moldeó, Atenea la engalanó, las Gracias y la Persuasión la dotaron de collares y las Horas la adornaron de flores. El mito estaba llamado a tener mucho éxito a lo largo de la Historia del Arte, entre otras cosas porque, por lo que se refiere a su consideración hacia la mujer, paganismo y cristianismo no diferían en exceso. Pero hubo una época -finales del siglo XIX y principios del XX- en que el tema volvió a retomarse con una insistencia obsesiva, coincidiendo con una oleada de misoginia de la que en otra ocasión podremos hablar. Mientras tanto, os incluyo dos ejemplos de ese tipo de pintura finisecular.

sábado, 6 de junio de 2009

ELISABETH VIGÉE-LEBRUN. AUTORRETRATO, 1782.

Pero, pese a los obstáculos ya señalados, hubo mujeres pintoras. Durante mucho tiempo, poco o nada conocidas, porque las historias del arte -¡mire usted por dónde!- también eran escritas por hombres. Hoy nos vamos a detener en un exquisito autorretrato realizado por la pintora francesa Élisabeth Vigée-Lebrun, hija de pintor, y de dotes tan excepcionales, que llegó a ingresar en la Real Academia de Pintura y Escultura, hecho excepcional en la época. Su especialidad fueron los retratos y esta es la razón de que la Reina María Antonieta la reclamara como pintora, hecho que le obligó a exiliarse durante la revolución Francesa, pues llegó a temer seriamente por su vida. La obra fue pintada en Bruselas en 1782 y muestra su admiración por la pintura flamenca, concretamente por una obra de Rubens titulada "El sombrero de Paja", de hacia 1625. Para empezar habría que detenerse en el sombrero de paja, adornado con una pluma de avestruz y coronado de florecillas silvestres, poniendo de manifiesto unas dotes para la naturaleza muerta fuera de lo común. Pero sobre todo, la belleza y el porte elegante y distinguido de la modelo que con su mano izquierda sostiene con orgullo paleta y pinceles, sin duda toda una declaración de principios de su autoestima como pintora. Sin embargo, desde el punto de vista de los elementos plásticos lo más valioso del cuadro -al menos en opinión de la pintora-es el contraste lumínico que supo establecer entre el rostro en velada sombra por la proyección del sombrero, y la directa caricia de la luz sobre su pecho que, dicho sea de paso, no nos ahorra un discreto pero intencionado décolletage.

jueves, 4 de junio de 2009

JOHANN ZOFFANY. LOS MIEMBROS DE LA ROYAL ACADEMY, 1771-1772.

La obra de hoy, constituye todo un programa del papel reservado a las mujeres en el arte. Ante nosotros, se presentan los miembros masculinos de la recién fundada academia londinense, en torno a sus modelos desnudos. En principio, nada que objetar, si no fuera porque en la fundación de aquella habían participado dos mujeres, Angélica Kauffmann y Mary Moser. A la primera se le debía la popularización del neoclasicismo en Inglaterra, y la segunda era una elegante pintora de flores apadrinada por la reina Charlotte. Sin embargo, ninguna de las dos se encuentra en tan animada reunión. Y la explicación es simple: las mujeres estaban excluidas de tan eruditas discusiones. Los modelos masculinos desnudos no lo permitían, y tal prohibición se extendió nada menos que hasta el año 1922. Sin embargo, ambas mujeres se encuentran en la sala y no son otras que las que aparecen representadas en los dos bustos pintados que aparecen en el ángulo superior de la derecha. Como se ha llegado a decir, “ambas pasaron así a ser objetos de arte en lugar de productoras de arte”. En cuanto a los modelos desnudos, sin duda se trataba de una razón de peso en una sociedad gazmoña y mojigata como la de aquella época, pero también era un obstáculo, y no menor, el hecho de que una mujer optara por una actividad que tanto se apartaba de su papel tradicional de madre y esposa. Según la historiadora Whitney Chadwick, la cultura patriarcal era del sentir de que las mujeres producen niños y no arte, de modo que las mujeres debían estar excluidas de la esfera pública (y el aprendizaje de la pintura era una de ellas), quedando reducidas exclusivamente al ámbito doméstico. Todo ello sin contar con que, caso de haber ejercido dicha actividad, habrían tenido que abandonarla al contraer matrimonio, puesto que el cuidado del marido y los hijos no le habrían permitido tales esparcimientos. Así las cosas, ¿resulta acaso sorprendente el que se diesen tan pocas mujeres artistas?

miércoles, 3 de junio de 2009

PRÁCTICA DE UNA CESÁREA

Muy distinta es la imagen que hoy comentamos. Se trata de una miniatura medieval francesa, de 1375, atribuida a un tal Jean Bondol. De un gran interés médico, porque poco es lo que sabemos sobre partos, un tema bastante raro en la historia del arte, acaso porque no era demasiado agradable a los hombres. De modo que el alumbramiento y sus complicaciones eran un asunto de mujeres. Hasta tal punto, que el acceso al paritorio estaba prohibido a los varones. Por esta razón es por lo que sabemos poco sobre las prácticas y procedimientos que se utilizaban en este lugar. Pero una cosa es cierta: los conocimientos de parteras y comadronas no eran tan amplios como se ha venido pensando. De ahí el pavor de las mujeres ante un parto. Los medios eran muy escasos, y, las cesáreas, por ejemplo no se empezaron a realizar hasta el siglo XIII, y, por lo normal, en el cuerpo de mujeres ya fallecidas. La imagen que hoy comentamos no deja lugar a dudas: mientras una de las mujeres esgrima un cuchillo que no nos atrevemos a llamar escalpelo o bisturí, su compañera extrae la criatura del vientre de la madre, en cuyo rostro detectamos una expresión de intenso sufrimiento. Mientras tanto, una tercera mujer, con un paño en sus manos, espera hacerse cargo del recienacido.



viernes, 29 de mayo de 2009

VITTORIO MATTEO CORCOS. SUEÑOS, 1896


La obra que hoy os presento se llama Sueños, y su autor, el italiano Vittorio Matteo Corcos (1859-1933) quien, tras estudiar en París, se estableció en Florencia en 1887, en cuya ciudad murió y atendió a una clientela constituida por la élite social y cultural de la ciudad. Su especialidad fueron los retratos femeninos, siempre agradables, amenos y de pincelada vibrante.
Confieso que conocí tardíamente la pintura que nos ocupa, pero desde entonces no me ha sido posible olvidarla. La obra data de 1896, una época en que las imágenes de la feminidad suelen estar cargadas de connotaciones negativas, bien porque se subraya su papel de “pervertidora de hombres” (femme fatale), o porque se insiste en su condición de ser pasivo, postrado e inútil a la que, como mucho, se le concede el rol de “sacerdotisa de la paz doméstica”. Aparentemente, esta pintura parece caminar en sentido contrario, pues la mujer que se nos presenta aparece revestida de dignidad. Sentada, apoya con resolución la barbilla en la mano izquierda, en tanto el brazo derecho se extiende recorriendo el banco donde descansa, en el que aparecen, a modo de naturaleza muerta, sombrilla, sombrero y libros. Sobre todo libros, cuya importancia se subraya por el hecho de encontrase casi en el centro de la composición. Con todo, el mayor interés parece encontrase en el rostro: mirada inteligente que sostiene la del espectador, labios cargados de firmeza, frente amplia y pelo en estudiado desorden. Este aspecto resolutivo que emana de toda la figura, que algunos han llegado a considerar casi desafiante, es lo que ha hecho pensar si no estaremos ante la representación del nuevo tipo de mujer, de la emancipada e independiente que por aquellos años alumbraba de forma tímida en Europa, la new woman, como era denominada en los países anglosajones, y que tanta aprensión suscitaba entre el público masculino. De ser así, los libros, a los que tanta importancia se confiere, tendrían una razón de ser más que justificada, pues a pocos se ocultaba la relación entre la lectura y los nuevos aires de independencia femenina que recorrían el mundo civilizado.
¿Pero es así de simple la lectura del cuadro? No estoy seguro. Desde luego la figura femenina está cargada de nobleza, eso parece indudable. Pero si reparamos en otros detalles, acaso la interpretación no pueda ser tan lineal. Por ejemplo, en el banco, junto a los libros, aparece una rosa ajada cuyos pétalos se encuentran esparcidos por el suelo. Y una flor marchita –independientemente de la simbología que se pueda atribuir a la rosa- se puede relacionar con la fugacidad de todo lo terreno, en este caso con la brevedad de la belleza femenina, “apenas un breve y veloz vuelo”, como diría el clásico. De ser correcta esta interpretación, no estaríamos precisamente ante un elogio de la lectura, sino ante una crítica –muy sutil, eso sí- de la misma, como causante de un envejecimiento prematuro de la mujer, de una independencia excesiva (para el sentir de los hombres, claro) y de una falta de dedicación a lo que debía ser su exclusiva vocación: el amor (la rosa es su símbolo) y el matrimonio.
Pero esto es sólo una interpretación más, que no pretende ser excluyente.