miércoles, 28 de octubre de 2009

RAMÓN CASAS. MADELEINE, 1892

RAMÓN CASAS. MADELEINE (DETALLE)

Unos de los temas estrella de los pintores de finales del siglo XIX fue el de la prostitución, o, como gustaban decir algunos, echando mano del eufemismo, el de la mujer caída, término, al parecer, acuñado en la Inglaterra Victoriana (the fallen woman). La razones que se pueden aducir para explicar tan profusa utilización del asunto son de índole muy variada pero aquí nos vamos a ocupar sólo de algunas. En primer lugar, hay que partir del hecho de que para los jóvenes, el recurso al amor venal constituía una especie de rito de paso que les permitía entrar en la edad adulta. Por otro lado, para los que permanecían célibes, significaba un expediente que daba salida a unos instintos reprimidos por la abstinencia que imponían las estrictas reglas morales del momento, en lo que concierne a las relaciones entre los sexos. También hay que considerar que el recurso a la prostituta constituía una salida para muchos esposos frustrados, en una época en que el amor y la afinidad espiritual no eran siempre las consideraciones en las que se basaba la institución del matrimonio. Por último -y por hipócrita que nos parezca- la pervivencia de las prostitutas era una lacra que, al dar salida a los instintos rijosos de la condición masculina, garantizaba la existencia de las "mujeres honestas". Dicho de otro modo, la prostitución era un componente esencial de la sociedad burguesa de la época.
También los pintores españoles se ocuparon del tema en composiciones cuyo tratamiento oscila entre la sordidez más extrema ( José Gutiérrez Solana, "Mujeres de la vida", 1917), el atisbo de conmiseración (Joaquín Sorolla, "Trata de blancas", 1894) y hasta cierta identificación sentimental con el personaje femenino objeto de estudio. Este último caso es el de Ramón Casas, cuya obra Madeleine se encuentra entre las interpretaciones más memorables del asunto. Ramón Casas fue un pintor catalán (1866-1932) que adquirió fama por sus delicados retratos de la élite social, intelectual, económica y política de Barcelona, Madrid y París. Y, por lo que nos atañe, sintió una especial predilección por los personajes femeninos. Hasta el punto de que, en 2007, se organizó en Barcelona una exposición monográfica dedicada al pintor con el título de "El encanto de la mujer".
El personaje femenino aquí representado no es otro que Madeleine de Boisguillaume, modelo tanto de Ramón Casas como de su íntimo amigo Santiago Rusiñol. Se encuentra en el interior del famoso Moulin de la Galette, cabaret de Montmartre, y lugar por donde pululaba lo más granado de la prostitución clandestina del París de la Belle Epoque. Sola, sentada ante un velador sobre el que hay una copa de absenta, sostiene un puro en su mano derecha, lo que para la mentalidad de la época era señal cierta de mujer de vida equívoca. Pero el cuadro sorprende por varios recursos que hace de él una obra excepcional. En primer lugar por su sabia construcción, en el que el rostro de la muchacha -principal objeto de interés de Ramón Casas-constituye el centro geométrico del cuadro. También por la prolongación ilusionista del espacio, a través del espejo que se encuentra detrás de la figura, recurso seguramente extraído de la pintura de Manet. Acaso, por el desasosiego que nos produce su postura, pues no sabemos si acaba de tomar asiento o hace amago de levantarse.También, por la mancha bermellón de la blusa, que tan exquisitos acordes establece con el carmín de los labios, el rojo de la absenta y la tapa del velador. Y, sobre todo, por la delicada tristeza y tenue melancolía de su mirada acuosa, una prueba, desde luego, del gusto de los modernistas por las decadencias, aunque fueran éstas las del espíritu, pero también, a mi modo de ver, una manifestación de solidaridad del pintor con esta mujer de vida airada, víctima de una sociedad hipócrita y sin alma. Prueba de ello son las palabras que el pintor Santiago Rusiñol -haciendo partícipe de las mismas a Ramón Casas- dedica a Madeleine y a las de su misma condición: "Su débil silueta hacía tal contraste con la rudeza de aquellos hombres; sus ojos pálidos, su clara cabellera, destacan de tal modo sobre aquel fondo negruzco, que nos pareció una débil siempreviva en un sepulcro, un lirio sobre un charco, y su presencia allí nos dejó tristes (...) Aquellas flores tan vivas eran hijas de la muerte (...) ¡Aquellas pobres reliquias iban a ser vendidas en el Moulin de la Galette, en el Elysée Montmartre y en otros sitios peores todavía! ¡Tenían que morir entre el bullicio, ellas que nacieron entre el supremo reposo!".

miércoles, 21 de octubre de 2009

JOHN SINGER SARGENT. RETRATO DE LADY AGNEW DE LOCHNAW



John Singer Sargent fue, sin duda, el retratista de más éxito en su época. Nacido en Florencia en 1856, de padres americanos, pasó gran parte de su vida en Europa, estudiando en Italia, Alemania y París, de modo que su fama y fortuna se basaron en el enorme prestigio que adquirió entre las clases pudientes de Europa y América. Sus retratos de la aristocracia de la sangre y del dinero, habría que incluirlos dentro de la tipología denominada "elegantes", llamados así porque con ellos se pretendía mostrar un cierto refinamiento individual, buen gusto y contención, cualidades que la burguesía de la época no duda en tomar de la aristocracia, a la que viene emulando desde hace tiempo, porque en realidad es ésta la que está imponiendo unas pautas de moda y usos de etiqueta que la burguesía hace suyos, en un proceso de fusión que, aunque se inicia a mediados de siglo, mediante alianzas matrimoniales, encuentra su culminación a finales de la centuria. En estos retratos, vestimenta y pose constituyen dos elementos característicos.
La bella mujer que en este caso ocupa a Singer Sargent es Gertrude Vernon, casada en 1889 con Lord Noel Agnew de Lochnaw que, dos años después de su matrimonio, obtuvo el título de barón. Este nombramiento pudo ser el motivo de que la obra se exhibiese por primera vez en la Royal Academy de Londres, en 1893.
La dama, consciente de su belleza, se sienta –en una postura desenfadada- en un sillón rococó, recortándose ambos elementos ante una tela de color azul con elementos florales. Su atractiva mirada, cargada de aplomo y confianza en sí misma, se dirige hacia el espectador, estableciendo cierta complicidad con quien observa el retrato. El pintor se interesa también por las calidades de las telas, sirviéndose para ello de una pincelada clara y empastada, y de un cromatismo de una sutileza realmente exquisita, perceptible, por ejemplo en los delicados matices de los blancos, rosas, turquesas y malvas. Todo ello, nos retrotrae a los impresionistas, en tanto que la preocupación por la elegancia nos evoca los mejores retratos ingleses de Reynolds, Gainsborough y, sobre todo, Van Dyck. Ya Rodin profetizó que Singer Sargent seria considerado como el Van Dyck de su tiempo.
El traje de fiesta o de noche es el elegido para un amplio número de retratos. Los salones de baile de los nuevos palacios son los salones del trono de estas reinas de la vida de corte, y es normal que muchas de ellas se retraten con muy cuidados trajes de fiesta o un no menos distinguido vestuario de calle. Estas vestimentas son a un tiempo signo de poder y distinción. Hecho que ya fue observado por el sociólogo Thorstein Veblen en 1899, cuando publicó su "Teoría de la clase ociosa", en la que venía a decirnos que en las sociedades industriales modernas los vestidos elegantes sirven a su finalidad de elegancia no sólo por ser caros, sino también porque constituyen los símbolos del ocio. No sólo muestran que el usuario es capaz de consumir un valor relativamente grande, sino que indican a la vez que consume sin producir. Dicho de otro modo, y para el caso que nos ocupa, el vestido nos indica que la que lo usa se abstiene de toda tarea productiva. El tacón Luis XV, la falda y el corsé, incapacitan a la mujer para todo trabajo productivo Eso sin contar con el valor de representación que tal indumentaria comporta, que no sólo habla de la elegancia y el buen gusto de quien la lleva sino, muy especialmente, del poder adquisitivo de quien la mantiene, en este caso su esposo. Este hecho adquiere toda su relevancia si nos detenemos a pensar que, en una sociedad patriarcal como la del siglo XIX, la esposa no dejaba de ser una propiedad más del marido.

Reproducción del colgante de Lady Agnew de Lochnaw

lunes, 19 de octubre de 2009

BARTOLOMÉ ESTEBAN MURILLO. MUJERES A LA VENTANA


El cuadro que hoy comentamos pertenece a Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682), pintor sevillano cuya apreciación actual se mantiene alta, pese a haber pasado por momentos de baja estima. El cuadro es de 1670 y se conoce con el título de Mujeres a la ventana, mostrándonos a dos de ellas que parecen dirigirse al espectador con rostros sonrientes. La más joven apoya sus brazos en el alféizar de la ventana, expresando en su rostro una sonrisa cargada de malicia y dotada de cierta retranca. La mayor, intenta ocultar su expresión divertida llevándose la toca a los labios, por más que el destello de sus ojos muestre de forma evidente que comparte el jolgorio de su más joven acompañante.

Hoy por hoy, el motivo de la risa se nos muestra imposible de dilucidar, por más que se hayan aventurado algunas teorías. Algunos, apoyándose en el título antiguo de la obra, “Las gallegas”, aducen que nos encontramos ante dos mujeres del noroeste de España –región muy pobre y deprimida- que alcanzaron cierta notoriedad en Sevilla como prostitutas, de modo que, de estas dos mujeres, la de mayor edad, sería la alcahueta. De ello se deduce que la más joven de ellas podría estar llamando la atención de un hipotético cliente. La generosidad de su escote y sus adornos florales, avalarían esta teoría. El único inconveniente para aceptarla plenamente es que la supuesta alcahueta carece de la fisonomía siniestra y patibularia que muestra el prototipo desde su aparición a finales del siglo XV.

Cuestión importante sería averiguar a qué clientela iba dirigida la pintura. En Murillo es importante la denominada pintura de género, esto es, aquella que presenta escenas de costumbres o de la vida cotidiana, muy demandada por la colonia de flamencos y holandeses que, por aquella época, era muy abundante en Sevilla, “puerto y puerta” del tráfico mercantil con América. De modo que no sería de extrañar que el cuadro que comentamos estuviese dirigido a este tipo de clientela, acostumbrada en su país de origen a un tipo de pintura de género en la que se describía el mundo de la alcahuetería y la prostitución, si bien es preciso decir que de forma más abierta y explícita que de la que se sirve aquí Murillo, en el supuesto de que nuestro pintor esté tratando el mismo tema.

Lo que parece estar claro es que en el siglo XVII no estaba bien visto que las mujeres honradas se asomasen con descaro a las ventanas, porque, para mirar lo que ocurría en la calle, sin ser vistas, estaban las cortinas y celosías. De ahí que el refranero del Siglo de Oro se encuentre plagado de expresiones que aluden a la dudosa moralidad de las mujeres que emplean su ocio asomadas a la ventana. Algunos ejemplos pueden ilustrarlo: “Moza que se asoma a la ventana cada rato, quiérese vender barato”, “Moza ventanera, o puta o pedera”, “Joven ventanera, mala mujer casadera”, “Joven ventanera, mala mujer casera”, “Mujer ventanera, busque a otro que la quiera”. Pero, sin duda, es el poeta Sebastián de Horozco (1510-1580) el que nos deja la más cumplida expresión, cargada de misoginia -basada en la supuesta liviandad de las mujeres- en la siguiente composición que no nos atrevemos a llamar poema:


Moza ventanera / puta y parlera

Hay otra señal muy cierta
de ser liviana la moza
estar puesta y descubierta
en la ventana o la puerta
y que con todos retoza.
Y lo que de ello se espera
es lo que dice el refrán
que la moza ventanera
ha de ser puta y parlera
con cuantos vienen y van.


Otros historiadores, en cambio, sostienen que estamos ante una simple escena de coqueteo y que Murillo sólo pretendió realizar un elogio de la gracia y feminidad de las mujeres de Sevilla. Teoría más edulcorada pero, a mi modesto entender, menos probable. En cualquier caso, la polémica pone de manifiesto los problemas de interpretación que a veces plantean las obras de arte. El enigma, pues, continúa.